miércoles, 2 de junio de 2010

La dulce condena

Erika no sabía de qué se trataba todo eso. No entendía, no veía, no dudaba. Estaba cegada por sí misma, presa en su propia inseguridad acerca de lo que la rodeaba, de su presente oscilante entre la euforia apasionada y el desgarrador despecho. Ese péndulo anímico actuaba dentro de su cabeza, era parte inconsciente de sí misma, pero también la realidad que vivía alimentaba esta ondulación.

Su propio ser, una princesa de hojalata, se debatía constantemente. Su cuerpo y su mente trabajando en distintos rítmos... viviendo a cada minuto diferentes sentimientos, pensamientos, presenciando ocasos de burda reflexión y sufriendo amaneceres de llanto. Enroscada entre pasión y tormento, veía los días pasar, sin siquiera considerar la idea de perderlo todo por lo cual respira día a día.

Quizás, quiero creer, que fue por esto que se dedico al delito. Ladrona de guante blanco, sutil y reservada, escurridiza, precisa... casi una artista en su perverso divertimento. Pero, por más experimentado que un delincuente sea, tarde o temprano tendría su juicio. Y así fue... in fraganti, su víctima convertida en victimario, se encargó de atraparla...

Prisión merecida, bajo condena de denigrar y destruir el combustible que alimenta el motor de algunos, aquellos para los que el universo ha nacido errante y falto de quietud, quienes motivados por esta falta de rumbo cósmico dedican su ánima a conquistar sueños apasionados. Un delito no fatal, pero vil a sabiendas, dada la frialdad con que se creyó reina y dueña del recobeco donde los más íntimos deseos se dedican a reposar en paz.

Nadie la engañó jamás al respecto; ella misma eligió su propia celda, y decidió someterse a la condena... la que creía que sería una dulce condena. Pero en su jaula hermosamente adornada de flores y colores, osos de felpa, cómodos sillones, o cuanto quisiera, se chocó con la realidad: la celda, por más vistosa que se le presentara, seguía siendo una celda, privándola de la quizás cruel libertad, pero libertad al fin.

Sé que en más de una ocasión su carcelero, el más celoso de los guardianes, harto de verla encerrada, dejó el dorado cerrojo abierto, y la vía de escape liberada; hasta la despidió y le dio tiempo más que suficiente para escapar. Pero ella no lo hizo. No pudo vencer los lazos que la sujetaban a su celda. Todavía creía que su jaula de oro valía más que la propia libertad, o por lo menos, era la opción que menos terror le generaba.

Lo que Erika no consideró, es que el tiempo pasa y la vida cambia, pero desde una celda eso no se ve... Algún día saldrá, asomará la cabeza y verá que el sol no ilumina igual, ni las sombras siguen intactas. Y aquello que robó alguna vez, que tanto la entretuvo conseguir y destrozar, quedará en su prontuario por siempre, sometida al prejuicio intimidante de quienes, como yo, conocemos su miserable historia...

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