Alta la Luna, dueña de los cielos nocturnos para todos quienes tenemos la dicha de observarla. Reina de la inmensidad, desamparada de la luz solar fugitiva, se agobia por la intensa luminosidad de la insomne urbe. La noche ya no le pertenece; el arrebato soberbio, casi violento, del alumbrado, pertenece ahora a la masiva aglomeración de radiantes luceros de mercurio.
Hasta hace no tanto, la Luna solía marcar el principio de una noche. Majestuoso reloj natural, acompasado a las estaciones y los climas, siempre parte del desfile astral que el universo pone a nuestra disposición. Consejera de poetas, vigía de románticos incurables, guía infaltable de cientos de marinos, e imagen idolatrada por quienes adoran a las deidades celestiales...
Pero una cierta noche, su brillo dejó de iluminar con su manto de plata, ante todo aquello que le rendía homenaje. Su resplandor comenzó a diluirse entre cientos de orbes de cristal, luminosos como estrellas a escala diminuta. Y es que el hombre, tal vez celoso de su imperio eterno ante las puertas de la inmensidad, decidió prescindir de ella con fríos reemplazos, orgullo de su tecnología y reliquia de su vanidad.
Seguramente con lástima ante la irreverente displicencia de la raza humana, abrazada durante cientos de años por su cálida aura, la Luna decidió inhibirse. Ya su plateado afecto no era correspondido, sino súbitamente desestimado por los sucesores de aquellos que, en untuosos arrebatos de pasión, tanta pleitesía le habían demostrado. Es que no hay peor agravio para quien fuera amado, que el renegar ajeno sobre la propia existencia.
Y así es que, en las más grandes ciudades, la Luna empequeñece en la oscura noche, advirtiendo a las estrellas que no intenten asomarse. Parece mentira, que un mero satélite natural parezca tan humano...
martes, 9 de noviembre de 2010
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excelente Gabriel!!!!!!!!!
ResponderEliminaren realidad no es anonimo quien dijo: excelente Gabriel!!!! soy Luis BETOX
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