Lo veo, recuerdo, y pienso. Me pienso. Emulando geometrías y sentidos, posturas y gestos, ansiedades e incertidumbres que conforman parte del pasado. Fragmentos de vida latentes en la inmensidad de la historia que entre todos tejemos día a día. Y recuerdo que todavía existen sectores del tiempo quemados alguna vez, pero que se rehusan a desaparecer en la oscuridad de los infatigables olvidos.
Al verlo me ubico justo ahí, donde convergen placeres y torturas. Un espeluznante excalofrío me recorre, atrofiando mis sentidos de un modo que aún no termino de comprender. Reacciona mi cuerpo, salvaje, cabrío, reviviendo cada célula en la que subsiste parte de la inconclusa sapiencia. Es aquel incierto recuerdo el causante del reflejo... una sinfonía no resuelta que pide a gritos un fin.
Recorro por completo la vulgar escena, ya sin distinguir si estoy viendo o recordando. Sucumben mientras las cadenas que sujetan mi inconciencia inherente, y la cordura queda sometida, relegada a la expectación de los eventos que nunca vendrán, porque ya lo han hecho. Es subliminal el castigo, tan violento como efectivo, tan certero como hiriente, dando (como todo golpe maestro) todo su rigor allí donde las guardias son difusas.
Respiro agitadamente ante el nerviosismo. Los estímulos desmedidos exaltan mis sentidos, acariciándome con brutal delicadeza, tal como lo haría un afilado facón peinando mi nuca desprotegida. Y rememoro, muy a mi pesar, aquello a lo que tanto temo. Es ese, mi fantasma inquilino. Lo sé. Susurra a mi oído, por dentro de mi cabeza, donde el eco de la inmensidad sólo logra acentuar las amenazas. Habla con una suavidad digna de quien se sabe vencedor de antemano... y yo lo escucho, deseando locamente que calle.
Todo termina de repente, con tanta celeridad como con la que surgió. Observo mis manos, ahora sudorosas, sujetando el tímido fruto del momento caótico vivido. Y es cuando comprendo que una realidad puede desvanecerse o reaparecer en instantes... aún no habiendo instantes, aún no habiendo realidad.
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